“El comodín del consentimiento”
Sala de profesores. Noche. Quedan pocas luces encendidas. Afuera se escucha una tormenta lejana. Los tres —Máximo, Diego y Eduardo— se sirven un café fuerte, y se sientan sin prisa. El tema surge como una chispa.
Diego:
Últimamente veo que todo se justifica con una sola palabra: consentimiento.
Da igual lo que sea: si fue consensuado, entonces es bueno. Ético. Intocable.
Y confieso que me inquieta.
Eduardo:
Claro. El consentimiento se volvió el nuevo “bien moral”.
No importa si es degradante, absurdo o autodestructivo: si hay consentimiento, todo se legitima.
Máximo:
Es la ética del contrato: el bien no se mide por su contenido, sino por el acuerdo.
Pero… ¿acuerdo entre quiénes? ¿Con qué conciencia? ¿Con qué libertad?
Diego:
Exacto. Porque ¿qué significa realmente consentir en una sociedad saturada de heridas, manipulaciones y desinformación?
¿Puede consentir alguien que no se conoce, que no distingue el deseo de la destrucción?
Eduardo:
O peor: alguien que ha sido educado para creer que la dignidad es disponibilidad. Que el cuerpo es una mercancía, y el alma un estorbo.
¿Es eso consentimiento… o resignación disfrazada?
Máximo (con tono firme):
El consentimiento, sin una antropología del bien, es vacío.
La libertad, sin verdad, no libera: disuelve.
Santo Tomás lo decía sin titubeos: “No basta que el acto sea voluntario, debe estar ordenado al fin bueno.”
Diego:
Pero hoy ese lenguaje suena represivo. Como si hablar de fin y bien objetivo fuera moralismo autoritario.
El único dogma que queda es: “si ambos querían, está bien.”
Eduardo:
Es curioso: hemos pasado del “todo está prohibido” al “todo está permitido”… siempre que firmes el formulario.
La conciencia ha sido reducida a contrato legal.
Máximo:
Y con eso, hemos olvidado que el verdadero mal no siempre se impone desde afuera. A veces, el alma se ofrece.
Libremente. Trágicamente.
Y eso no lo hace menos mal, sino más profundo.
Diego:
Entonces, ¿cómo se juzga un acto moral?
Si no basta con el consentimiento… ¿qué criterio queda?
Eduardo:
La verdad del ser humano.
Y eso requiere saber qué somos, para qué estamos hechos, qué nos perfecciona y qué nos destruye.
Y eso… no viene en las redes. Ni en el código civil.
Máximo:
Por eso la Iglesia enseña que la moral no se reduce al consentimiento. Se juzga por la naturaleza del acto, la intención y las circunstancias.
Y sobre todo, por si ese acto construye o destruye la imagen de Dios en el otro.
Diego:
Tal vez esa sea la pregunta final:
¿Este acto me acerca a mi vocación de amar… o me aleja de ella?
Eduardo:
Y si la respuesta incomoda, es buena señal.
Porque el consentimiento puede justificarlo todo… excepto la verdad.
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Silencio. Afuera, la tormenta arrecia. Pero dentro, la claridad se impone: no todo lo consensuado es bueno. No todo lo libre es justo. Y no todo lo legal es digno.

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