“La amabilidad como signo de resistencia”
Aula vacía, luz de la tarde cayendo en silencio. Diego bebe el último sorbo de su café. Máximo cierra lentamente un libro. Eduardo, de pie, camina hacia la ventana, pensativo.
Diego:
Hoy un alumno me dijo algo que me perturbó. Dijo: “Si uno es demasiado amable, lo pisan”.
Me lo dijo con tristeza, como si hubiera llegado a esa conclusión a la fuerza.
Máximo:
No me sorprende. Vivimos en una época en la que la amabilidad es confundida con fragilidad. El ethos dominante es el del poder sin rostro, del cinismo funcional.
Eduardo:
En el mundo posmoderno, la cortesía es vista como un gesto obsoleto. Como si fuera una concesión inútil en un universo gobernado por algoritmos, eficiencia y desconfianza.
Diego:
Pero ¿cómo llegamos a esto? ¿Desde cuándo ser afable pasó a ser sospechoso?
Máximo:
Desde que el lenguaje perdió su peso simbólico. Antes, una palabra amable era un puente. Ahora, se la interpreta como estrategia. Todo gesto es leído como cálculo. Es la lógica del simulacro que describía Baudrillard.
Eduardo:
Exacto. Y esa desconfianza generalizada se proyecta también sobre el bien. Como si la bondad no existiera sin interés oculto. En el fondo, la postmodernidad ha exiliado el alma.
Diego:
Y sin alma, no hay ternura. La amabilidad sin alma es marketing. Por eso la gente no cree en ella: porque ya no la ha visto encarnada.
Máximo:
Recordá lo que decía León Bloy: “No hay mayor desprecio en el mundo que el que se reserva a los mansos”. Pero eso no invalida la mansedumbre; solo desenmascara la brutalidad que nos gobierna.
Eduardo:
Aristóteles, en la Ética a Nicómaco, no menciona la amabilidad entre las virtudes principales, pero sí la cortesía (eutrapelia), el equilibrio en el trato. Para él, el hombre virtuoso no se deja arrastrar por el rencor, pero tampoco es insensible. La amabilidad es una forma de justicia en las cosas pequeñas.
Diego:
Y sin embargo, hoy se nos enseña que hay que endurecerse, blindarse, desconfiar. ¿No es eso una forma de suicidio espiritual?
Máximo:
Lo es. El alma que se endurece deja de ser permeable a la gracia. Y en ese endurecimiento, se convierte en su propio carcelero. ¿Acaso no decía también San Pablo que “la caridad es benigna, no se irrita, no busca lo suyo”?
Eduardo:
Y sin embargo, vivimos en un mundo que prefiere la astucia del zorro a la dulzura del cordero. Todo lo que no muerde parece inútil.
Diego:
¿Entonces? ¿Estamos condenados a fingir dureza para sobrevivir?
Máximo:
No. Estamos llamados a resistir con bondad. La verdadera amabilidad no es estrategia, es forma de lucha. No se trata de ser ingenuo, sino de negarse a odiar. La dulzura es el escándalo de los tiempos duros.
Eduardo:
La dulzura no es debilidad. Es dominio de sí. El que es cruel a la primera herida es esclavo de sus pasiones. El que responde con firmeza sin odio, ese es libre.
Diego:
Entonces, ¿ser amable... es un acto subversivo?
Máximo:
En este mundo, sí. Lo dijo Chesterton: “La cortesía es un complot de los que aún creen en el alma”.
Los tres quedan en silencio. Afuera, un grupo de estudiantes pasa riendo. La risa suena hueca, tensa. Dentro del aula, sin embargo, la palabra amabilidad ha recobrado su peso: no como gesto, sino como resistencia.
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