"La máscara del bien: entre la apariencia y la acción"
(En el parque de la Universidad, sentados bajo un árbol centenario, los tres amigos —Máximo, Diego y Eduardo— conversan con gravedad serena. El atardecer tiñe las hojas de tonos dorados. Una brisa leve, y silencio entre frases.)
Diego:
—Hoy me detuve a pensar… ¿cuántas personas conocemos que, en apariencia, son buenas, pero en los actos —especialmente en los más cotidianos— muestran una oscuridad alarmante? No me refiero al crimen ni al escándalo. Me refiero a la traición silenciosa, a la crueldad envuelta en sonrisas.
Máximo:
—Es la banalidad del mal. “El problema con Eichmann es que muchos eran como él, y que muchos no eran ni pervertidos ni sádicos, sino que eran, y todavía son, terriblemente normales” (Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén, 1963). Lo siniestro no siempre lleva capa y cuernos. A veces tiene voz suave, rostro amable y reputación intachable.
Eduardo:
—Y cuando además saben hablar bien... se vuelven peligrosos. San Gregorio Magno advirtió: “El que actúa mal y enseña bien, destruye con sus obras lo que edifica con sus palabras” (San Gregorio Magno, Moralia in Job, XXVI, 13). Pero muchos se refugian en su elocuencia, como si eso los salvara del juicio de sus actos.
Diego:
—Y hasta se protegen en estructuras sociales: la familia, el trabajo, la Iglesia. No gritan, no golpean. Pero ignoran, excluyen, simulan. Y dicen: “yo no hice nada”. Exacto: no hicieron nada, ni por justicia ni por amor.
Máximo:
—Aristóteles lo dejó claro: “La virtud moral es el resultado del hábito” (Ética a Nicómaco, II,1, 1103a17). Y también: “El hombre bueno es el que actúa bien por hábito, no el que desea parecerlo”. El problema es que hoy se cultiva la imagen, no la virtud.
Eduardo:
—En contextos religiosos esto es aún más escandaloso. “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí” (Isaías 29,13). ¿De qué sirve orar si se desprecia al prójimo? ¿Comulgar si se calumnia, se traiciona o se manipula?
Diego:
—Hoy escuché a alguien decir: “yo siempre fui bueno, pero me hicieron daño”. Como si la maldad ajena justificara la propia. Pero, ¿no es justamente en el dolor donde se prueba la bondad? Si es virtud, resiste.
Máximo:
—Exacto. San Agustín lo dice con claridad: “Teme el juicio de los hombres, pero teme más el juicio de tu conciencia. Y más aún, el juicio de Dios” (Enarrationes in Psalmos, 58, 10). Porque el mal se puede ocultar… pero no se borra.
Eduardo:
—Lo terrible es que estas personas están en nuestras instituciones, en nuestras familias… y a veces, si no somos vigilantes, en nosotros mismos. Hay que recordar lo que decía San Pablo: “Examínense para ver si están en la fe; pruébense a sí mismos” (2 Cor 13,5).
(Los tres quedan en silencio unos instantes. Luego, con un gesto solemne, se levantan. El sol ya cae. Caminan lentamente por el sendero de tierra, cada uno con la mirada en su propio corazón.)

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