“Alergia a la Verdad: cuando la recta doctrina incomoda”

Escena: Aula de posgrado, luz tenue de la tarde. Los tres se sientan cerca de una pizarra vacía. Una pila de libros —Biblia, Catecismo, Tomás de Aquino, Guardini— se encuentra abierta sobre la mesa. Suena levemente el reloj de pared.


Diego:
No deja de sorprenderme, Eduardo, cómo ciertos católicos dicen amar a Dios, pero reaccionan con rechazo visceral cuando uno menciona la recta doctrina. Es como si tuvieran una alergia espiritual.

Eduardo:
No es sorpresa, Diego. Es la misma alergia que tuvieron los fariseos cuando Cristo les habló con autoridad. Como escribió Castellani: “El fariseo es el que se cree justo... y por eso no puede soportar la verdad cuando lo desenmascara”.

Máximo:
La doctrina se ha convertido en mala palabra para algunos. Prefieren esa religión a la carta, donde el Evangelio es cortado, diluido, endulzado. Como decía Chesterton, “No es que el cristianismo haya sido probado y encontrado falto, sino que fue hallado difícil y por eso dejado de lado”.

Diego:
A mí me lo dijeron en clase: “No me hables del Magisterio, hablame de Jesús”. Como si fueran cosas separadas. Pero Jesús mismo dijo: “El que a vosotros oye, a mí me oye” (Lc 10,16). ¿Qué más magisterial que eso?

Eduardo:
Esa frase revela una escisión moderna: la separación entre Cristo y su Iglesia, entre espiritualidad y verdad. Una fe sin cuerpo, sin forma, sin cruz. “Espiritualismo gaseoso”, lo llamaba mi maestro. Una fe que no compromete, no exige, no hiere.

Máximo:
Y sin embargo, cuando la verdad hiere, es cuando más salva. Lo dijo San Agustín: “Duele la verdad, pero libera.” Lo que hoy llaman “juicio” o “rigidez” es muchas veces simplemente la fidelidad al Logos.

Eduardo:
Además, olvidan que la doctrina no es un código legalista, sino un acto de amor al intelecto. Santo Tomás la llama “la luminosa manifestación de lo que conviene a la criatura racional para alcanzar su fin” (STh I-II q.91 a.4). ¿Qué puede ser más caritativo que decirle al hombre quién es y para qué fue hecho?

Diego:
Pero les molesta. Les molesta porque los confronta. Porque como decía Joseph Ratzinger: “La verdad no se impone por la fuerza, sino por la fuerza de su propio resplandor”. Y algunos ya no toleran esa luz.

Máximo (cruzando las manos):
Vivimos la paradoja: algunos católicos quieren el consuelo de la fe, pero sin la claridad que exige. Como si pudieran habitar la casa de Dios sin aceptar sus cimientos.

Eduardo:
Y esa es la verdadera crisis. No la de los ateos declarados, sino la de los creyentes tibios. Los que se escandalizan más por una cita del Catecismo que por una misa convertida en show.

Diego:
Al final, no se trata solo de doctrina: se trata de amor. “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Jn 14,15). Pero para guardar algo, primero hay que conocerlo. Y ahí está el drama: muchos no conocen la fe que dicen practicar.

Máximo:
O la conocen y la rechazan. Porque les muestra un espejo. Y el alma, como Caín, se incomoda ante la mirada de Dios. No olvidemos, la fe no es para los cómodos. Es para los que se dejan redimir.


(Silencio breve. Suena una campanada afuera, como si marcara una hora oculta.)

Eduardo:
A veces pienso que la verdadera herejía no está afuera, sino dentro de la Iglesia. No en los que niegan a Cristo, sino en los que lo privatizan, lo domestican, lo manipulan. Y eso sí que da alergia… pero a los demonios.

Diego:
Entonces no callemos. Porque si los pastores se vuelven mudos, las piedras gritarán.

Máximo (asintiendo):
Y si la recta doctrina provoca alergia, será señal de que aún conserva su fuerza.

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