"Cuando el alma se amarga"


Ambientado en el parque de la universidad, en un atardecer tibio. Diego camina en silencio; Máximo lo alcanza. Eduardo, con un libro en la mano, los observa desde un banco y se une. El aire tiene aroma a hojas secas y a confesiones a tiempo.


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Diego:
Hoy un estudiante me preguntó algo que me dejó pensativo. Me dijo: “¿Profe, cómo se saca la amargura del corazón?” Lo dijo con esa mezcla de ironía y verdad que solo tienen los jóvenes heridos. ¿Cómo responderle?

Máximo:
Quizá habría que empezar reconociendo que la amargura es una enfermedad silenciosa del alma. No grita, no rompe, pero corroe. Y como toda dolencia espiritual, no se cura sin verdad.

Eduardo:
La amargura no aparece por azar. A menudo es el precio de decisiones erradas que nunca se asumieron. Uno toma un camino, se equivoca, y en lugar de convertir el error en aprendizaje, le echa la culpa al mundo. Y así, el alma se agria.

Máximo:
Sí. La amargura nace donde la libertad se niega a la responsabilidad. No hay peor tristeza que la que viene de no querer mirar el propio espejo.

Diego:
¿Y qué decir de las heridas? He conocido docentes con palabras filosas y actitudes frías. Pero cuando uno escarba un poco, hay un viejo dolor no elaborado.

Eduardo:
Es el sufrimiento no transfigurado. Cuando una herida no se convierte en humildad, se vuelve desconfianza, sarcasmo, dureza. Es como un metal que, en vez de templarse, se oxida.

Máximo:
Y si a eso le sumás expectativas irreales… El alma inmadura quiere que todo sea como ella sueña. Pero la realidad es tozuda. No se deja domesticar. Y entonces aparece la queja, el cinismo, ese “todo me da igual” que esconde un “nada me sale como quiero”.

Diego:
La amargura también brota de la falta de perdón. No perdonar a los demás, a uno mismo… incluso a Dios. Porque algunos, en el fondo, le guardan rencor a Dios por no haber evitado su dolor.

Eduardo:
El que no perdona vive secuestrado por su propia memoria. Todo lo recuerda desde la herida. Y lo peor es que deja de esperar. Un alma amarga deja de esperar el bien. Se acostumbra a su propia oscuridad y la decora con inteligencia.

Máximo:
Pero también hay salida. La amargura no es una condena eterna. Es una forma torcida de dolor que puede enderezarse. A veces basta una buena conversación, una confesión profunda, o el silencio honesto delante de Dios.

Diego:
“Convertid vuestra tristeza en gozo”, dice el Evangelio. Pero eso no es un acto voluntarista. Es un acto de entrega. Para que Dios la transforme, primero hay que ofrecerla.

Eduardo:
Y aceptar que madurar es amar sin ilusiones, esperar sin exigencias, y recordar sin odio. Quien ha madurado, ya no reacciona con bilis; responde con templanza.

Máximo:
La amargura es una señal. Nos dice que algo en el alma necesita conversión. Por eso, hay que escucharla… pero no invitarla a quedarse.


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[Silencio breve. Las hojas secas crujen bajo sus pies mientras siguen caminando.]

Diego (en voz baja):
Tal vez esa fue la mejor respuesta que pude haberle dado al estudiante… aunque la entendiera veinte años después.

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